“¿Cuándo le sale al poeta lo poeta?…”, recordando a Ángel González

Poema “Me basta así” de Ángel González musicalizado por Pedro Guerra.
Recita Ángel González. Canta Pedro Guerra. En el trabajo “Hechos de nubes. Homenaje a Pablo Guerrero”. Obra colectiva. 2007. Edición de fotografías: SilRed 


ÁNGEL EN PÁRAMO
Paco Ignacio Taibo I

FUENTE: http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/AGonzalez/articulo2.shtml

[Texto extraído del libro Guía para un encuentro con Ángel González, Oviedo, Luna de Abajo, 1997. Artículo cedido por la editorial Tribuna Ciudadana].

     ¿Cuándo le sale al poeta lo poeta?; ¿en qué momento le nace la poesía por dentro?; ¿advierte el poeta, en un cierto momento, que ya lo es? ¿Se trata de un milagro instantáneo o de un proceso de dolorosa maduración o maceración?
     Los amigos no sabíamos que en Ángel se estaba cociendo suavemente la poesía; Ángel es un poeta que se va haciendo muy lentamente, que se cuece despacio.
     Supimos, eso sí, que estaba tuberculoso. Nos lo dijeron nuestros padres bajando la voz, dejándonos en el terror.
     Entonces es cuando enviaron a Ángel a Páramo de Sil, bajo el sol. En la Navidad de 1944, lo fuimos a ver sus amigos: Manolo Lombardero, mi hermano Amaro, Benigno Canal y yo.
     Meses antes habíamos estado cambiando escritos Ángel y yo. Guardé esas cuartillas (ahora ya muy salpicadas de manchitas color de tabaco) y aun cuando, sin duda, perdí muchas, conservo todavía doce primeros poemas de Ángel.
     Tenía él dieciocho años y yo veinte.
     El primero es un llamado «verso malo» que se fecha en el mes de enero de 1944. El segundo es de junio; se trata de un acróstico:
                                             ¿Quién era Carmen?                                             
     Los dos últimos versos denuncian la lectura -por entonces habitual en todos nosotros- de Valle Inclán:
                                             En el pasodoble de ritmo castizo,                                             
noches son tus ojos cargados de hechizos.
     El día 25 de septiembre, cuando ya sabe que sus amigos lo irán a ver a Páramo de Sil, me envía unos versos que titula «Nostalgia». El poeta, metido en las nieves de invierno, me va diciendo lo que quisiera ser:
                                             Quisiera ser alondra                                             
para volar al sol
y cantar a la sombra.
Y hartarme de mosquitos
en los puertos de mar
y marchar junto al sol
para verlo quemar.
     Todos su versos están escritos a máquina, frente a una ventana por la que se asoman montañas y un camino que suele recorrer una pastora. Todas las cuartillas están fechadas.
     Tampoco sé cuándo yo supe que Ángel era poeta, pero algo me iba haciendo guardar sus papeles. Por entonces yo vivía en Gijón.
     Ahora los papeles están aquí, en mi casa de jardines de Ahuatepec, en Morelos, México. Se me perdieron miles de documentos y de libros, sin embargo estos primeros poemas de Ángel aquí están. Amarilleando ante mis ojos.
     El día 10 de octubre, Ángel me manda un «poema pesimista» en el que acepta que en su vida no encuentra ninguna risa, pues éstas, cuando surgen, se escapan y vuelan como los aves.
     El médico le ha prohibido fumar y ese mismo día escribe y me envía un poema melancólico, ya que en los bolsos de aquella chaqueta que no puse en tanto tiempo, había tabaco que regalé al viento. Es cierto que fue tirando por su ventana, siempre abierta por prescripción médica, las briznas de tabaco. Sería gozoso y algo mágico que en Páramo creciera ahora tabaco moreno de cajetilla azul.
     Tres días después me manda Envío, dedicado «A P.I.T.».
                                             Caigan mis versos sobre tu cabeza                                             
y te coronen de laurel.
Mis versos amarillos que aún no están maduros;
los versos de mi pálido vergel.
Mis versos están tuberculosos.
Por eso, como yo, necesitan reposo.
Léelos pues detenidamente
y acuéstalos en el lecho de tu mente.
Y luego resucítalos si los crees curados
para ver si maduran sobre los verdes prados.
     Y el mismo día, un Madrigal dedicado a la dueña de unas manos. El 28 de octubre, cambia su homenaje a Rubén Darío -tan advertible en el Envío- por un aplauso a Federico.
                                             Pensaba la bella niña,                                             
mirando correr el agua.
De tanto como pensó
los ojos se le cerraban.
     Y, en noviembre, el día II:
                                             Azul, azul de los cielos                                             
adiós verde de los prados.
Todo acabó para mí
con su cariño acabado.
     En la misma semana se me queja:
                                             ¡Que no quiero el porvenir.                                             
Ay, quién tuviera un pasado!
     Yo le confieso que me enamoré y que la chica usa calcetines blancos. Él responde:
     ¡Cómo me emocionó tanto, la historia de tu novia con calcetines blancos!
     Él también anda en trances de amor, un amor alejado y sin salida. El día 29 de noviembre del año siguiente, 1945:
                                             Tu mirada -resplandor-                                             
y tu boca-frente fría-
y tus palabras -calor-
y tu pensar -lejanía-
me acompañan en mis horas
de absoluta soledad.
(Tú, lejos de mí, ignoras
este acto de caridad).
     El viaje de los amigos a Páramo de Sil lo conté en Para parar las aguas del olvido y aparece, también, formando la primera parte de mi libro Todos los comienzos. Supongo que lo volveré a contar porque sigo los pasos recorridos y me gusta pisar sobre pisado.
     Un día, Ángel se nos hizo poeta de verdad, de grandes verdades; y acaso otro día, un estudioso concienzudo me pedirá estos papeles -más amarillos aún- para estudiar el verso entero, encontrar fuentes y noticias, descubrir influencias, adivinar lo que por entonces leíamos y nuestros odios y veleidades literarias.
     Las noches de Navidad que pasamos en Páramo de Sil, en 1944, fueron frías y cálidas, estrelladas y dolorosas; no sabíamos si el amigo se nos estaba muriendo entre abrazo y risa; no sabíamos si allí, en aquel cementerio mínimo, se nos quedaría para siempre. Cuando se morían los pastores, en la montaña, los hundían en la nieve y esperaban a que llegara la primavera para recuperarlos y enterrarlos. No sabíamos si Ángel allí iba a quedarse, en la nieve. Pero resultó que no, que nos iba a vivir y llegaría a la barba blanca y a cientos de otras noches en Nueva York, Albuquerque, Madrid, Barcelona, París y todo lo demás.
     Resultó que la vida iba a dar más de sí de lo que todos teníamos esperanza, que se alargó y salió de Páramo y nos fue derramando por muchos lugares distintos y exultantes.
     Si entrecierro los ojos, veo la máquina de escribir, junto a la ventana abierta, y veo las cuartillas blancas y ya, fuera de la casa, veo el paisaje y las nieves y hasta puedo ver a la pastora y a González que la mira, la va mirando, hasta que un recodo del camino se la come.
     -Dime, Ángel: ¿cuándo supiste tú que eras poeta?
     -Cuando me lo dijeron.
     Y así debe ser, que nos habite sin saberlo. Sin saber que somos habitados. Ángel fue invadido y yo abro mi cuerpo y espero que un día venga, mire mi espacio y deje dentro, acaso por un segundo, una brizna poética.
     Pero esto es mucho pedir.
     Mejor, así me quedo gozando con la poesía del amigo y a la espera.
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